Un año después de la licencia de paternidad
Hace ya un año que regresé al trabajo luego de seis semanas de licencia de paternidad. Qué privilegio! Tener 25 días pagos para poder estar en casa y cuidar de mi hijo y mi familia. Ser papá ha sido una de las experiencias más transformadoras y desafiantes de la vida. Una experiencia que decidí de manera consciente y sopesada. Para la que me preparé espiritual y mentalmente. Implicó, tomar una clase de 12 semanas, donde compartí con hombres que habían estado en la cárcel y ya no podían ver a sus hijos. Cada semana, por tres horas, nos sumergíamos en las profundidades del pasado para entender el presente. Todos, todos marcados por la relación o por la ausencia de un padre. Un padre que nos enseñó el amor y la violencia, un padre como un espacio vacío o una ausencia esporádica. Como lo dice bell hooks, el patriarcado lo aprendemos en casa, con los padres.
En esas clases, aprendí sobre la falta de lenguaje que tenemos los hombres para articular nuestros sentimientos. Aprendí que detrás de la violencia de muchos hay miedos, rechazos, heridas muy profundas que a pesar del tiempo aún duelen. Aprendí que los hijos son una oportunidad de redención, de reinvención. Aprendí de mí mismo, de mis miedos, de las cosas que nunca dije y de las cosas que no vale la pena ya decir.
En una clase, debíamos tomar tiempo para escribir una carta a nuestros papás. Yo empecé la mía sin pensar mucho. Un poco en broma un poco en serio. Empecé a sentir una opresión rara en el pecho y a la vez, rabia. Rabia contenida por la injusticia, por los errores, por no tener valor para decir lo que sentía. Sentí la rabia de la opresión cuando aún era muy pequeño para entenderlo, muy joven para desafiarlo y como adulto, muy doloroso para afrontarlo. Al terminar la carta, mi conclusión era contundente “cuando mi hijo me cuestione, no quiero sentirme un cobarde, incapaz de mirar hacia atrás por el miedo a reconocer la persona que fui. No. Yo no”.
A pesar de este ejercicio de introspección profundo, nada me preparó para lo que venía con ser papá. Los libros que leí, los podcast que escuché y todas las preguntas que hice aplacaban mi mente. Pero el verdadero aprendizaje comenzó cuando mi hijo me miró con seriedad profunda a las 5 horas de la mañana a la vera del Río Charles. Ese día empecé la maestría del amor.
Cuando mi hijo tenía tres meses, me hice cargo de su cuidado y el del hogar. He sido, por definición un privilegiado del patriarcado y un inútil de las cuestiones caseras. Con el tiempo y la independencia he aprendido a cuidar de mi y de otros. Ha sido difícil y me ha costando tiempo y paciencia. Estas seis semanas eran para mi una oportunidad de redención y de reinvención. No voy a jugar un rol de papá incompetente o infantilizado. Aprendiendo con amor y humildad.
Fueron días muy difíciles. Durante tres días, el nene lloraba desconsolado por 10 ,20 ,40 minutos. Un bebé que ni siquiera llora cuando está enfermo. Al tercer día, al borde del desespero, me senté en el sofá de la sala y con él en brazos lloré también desconsoladamente. Sentí que la represa del patriarcado se quebraba por la fuerza honesta de un llanto de miedo, de impotencia.
Ese día cambió mi vida. La fuerza que encontré en la vulnerabilidad de ese momento me ha dado la confianza de que puedo escoger si quiero ser un papá patriarcal, ausente y violento o un papá conectado con sus sentimientos, presente y amoroso. Muchos escogen ser los dos. Muchos lo son sin saberlo.
Las seis semanas de licencia de paternidad me enseñaron mis límites, mi capacidad de cuidar de mi hijo desde las cosas más simples hasta las más difíciles, como darle medicina o cortarle las uñas. Me permitió explorar mi paciencia, mi habilidad de estar presente y la magia de tener una casa con bebé feliz, ropa doblada y comida caliente. También me permitió explorar mi falta de paciencia, mirar de cerca la rabia, la arrogancia de creer que quien enseña soy yo cuando el maestro es él, quien me da clase sin decir una palabra. El que me increpa cuando mi mente divaga en el trabajo o en el teléfono. Me permitió entender que hay días donde no es posible bañarse, ni limpiar o cocinar. En que la casa es un desastre y el cansancio saca lo peor de mí. Me ayudo a aceptarme mejor, a conocerme mejor y a construir cada día una relación con alguien para quien todo es nuevo. Me enseñó sobre la solidaridad y el compañerismo que hay que tener con los hijos, porque no son nuestros, como decía el profeta. El hecho de que sean pequeños no nos da autoridad sobre ellos, todo lo contrario, nos exige comprender que es con ellos que se rompen las cadenas de la opresión y del patriarcado.
Después de un año, siento una gratitud enorme por esas seis semanas. Una tristeza profunda porque la gran mayoría de los hombres nunca tienen el tiempo o el privilegio de tomar seis semanas para cuidar de sus hijos y aprender cómo hacerlo. Muchos hombres pasan por la vida y entran a la paternidad sin examinarse, como si fuera innato o natural el ser padre. Sobre todo, siento rabia porque estamos en el 2019 y la sociedad sigue pesando que el rol de los manes es producir y trabajar. Que los estados no ofrecen licencia de paternidad amplia para los hombres, que las empresas se burlan o castigan a aquellos que deciden tomar tiempo para cuidar a sus parejas y a sus hijos.
El único lugar en que los hombres somos realmente indispensables no es en la oficina. Es en casa, aprendiendo a cuidar de los hijos. Es en casa, destruyendo el patriarcado con canciones de cuna, pañales sucios y momentos de conexión. En en casa, lavando botellas, planchando camisas y arreglando el almuerzo de la pareja que va al trabajo.
Ahí somos indispensables, y estos momentos, irrepetibles.