Piedras
Camino buscando piedras. Es lunes, son las dos de la tarde y en vez de estar sentado en frente de mi computador en el cuarto de atrás de mi casa, estoy aquí, caminando a la orilla del rio Charles, que divide a Boston de Cambridge, buscando piedras.
Es el medio del invierno y el agua congelada del rio está cubierta de una delicada capa de nieve. Hace frío y el sol brilla con fuerza. Camino sin máscara disfrutando la pequeña libertad en medio de la violencia de la ola de covid que nos abarca. Otra vez distanciados, otra vez confinados, otra vez viendo la vida desde la ventana. Encuentro una piedra mediana, plana. Sin dudar, me quito los guantes, la tomo entre mis dedos y con fuerza la lanzo al rio. La piedra cae y rebota, como si toda mi ira y mi rabia le importaran poco. Luego se desliza elegante hasta quedar fundida con el paisaje.
Sonrío, me siento como aquel rio, al que le caen piedras con violencia y no se rompe. No se inmuta. Pero hoy, en este momento, en que por fin estoy solo, necesito estar roto, necesito romperme. No se puede reparar nada que no esté primero roto.
La primera vez que me pasó fue hace seis años. Un viernes de diciembre. Matábamos los nervios con mi pareja mirando un show de media tarde en el televisor de la sala de espera del hospital, rodeados de mujeres y niños, mujeres con barrigas de todos los tamaños, como si fueran las fases de la luna. Entramos a una sala con luz tenue donde poco a poco la máquina que masajeaba la barriga de mi pareja empezó a despejar la confusión babélica de sus entrañas para mostrar la vida que adentro crecía. Pasan los segundos y lo que eran lágrimas de alegría, se volvieron poco a poco, amargas. Ahora tratan de quedarse en los ojos, aferrándose a los párpados por tanto tiempo como les sea posible. Inviable, esas son las palabras que usa la doctora cuando nos explica que esa vida, la idea de esa vida, esta vez, no será.
Uno de cada cuatro embarazos resulta en una pérdida, pero son pérdidas que muchas veces se llevan en silencio, llenas de dolor y vergüenza. Como muchos hombres, a veces prefiero quedarme con estas cosas por dentro, por el miedo a no ser entendido, a que me salgan con cuentos del destino o frases comunes que causan más rabia. El proceso es lento y mientras la idea de esa vida se apaga, se abre un portal donde la vida y la muerte se encuentran, se saludan, se miran de cerca. En ese proceso natural, biológico y violento en que la inviabilidad de esa vida se fue, casi se lleva a mi pareja.
Los hombres sabemos muy poco de las mujeres, de sus cuerpos, de sus procesos. En esta cultura patriarcal y capitalista, aprendemos desde niños a verlas como objetos, a desear sus cuerpos, pero sin querer saber de su menstruación, de los cólicos o los cambios hormonales. Aprendemos a que son ellas quienes tienen que cuidarse, que cuidadito meten las patas, pero no aprendemos sobre el consentimiento ni entendemos mucho sobre lo que les pasa cuando la idea de una vida se gesta o cuando la idea de una vida se termina. Eso sí, nos sentimos con el derecho de decirles qué hacer y qué no con esos cuerpos, nos inventamos leyes para controlarlos, normas sociales para avergonzarlos y refranes para justificar la violencia que las mata cada día. Esos cuerpos que deseamos y queremos tocar, pero que nunca sean autónomos ni que hagan su voluntad, aquí en la tierra como en el cielo.
Encuentro una piedra con una punta prometedora. Me lleno de ánimo y la tiro con toda la fuerza que me acompaña. Me dan ganas de pegar un grito, como los tenistas. Al caer, la roca penetra la capa de nieve y de hielo, generando una pequeña ola expansiva. Es la primera vez que me doy permiso de llorar, como si algo dentro de mí, poco a poco, también empezara a ceder.
Esta es la segunda vez que me pasa, que nos pasa. La idea de una vida que se extingue, porque la biología no pelea con nadie, así uno quiera pelear con ella, pedirle explicaciones, darle argumentos dogmáticos o pragmáticos. La vida es muy perfecta para esas cosas. Es o no es. Esta vez, otra vez, no será.
Ahora ya se lo que viene, viene la angustia de la espera, de seguir hora a hora contracciones, dolores, sangre, mucha sangre. Viene el estrés post pérdida o tal vez la ansiedad. Llamadas a deshoras a las doctoras, más exámenes de sangre, monitorear niveles de hormonas, llorar un poco, dormir un poco.
Con el pasar de los días, la idea de esa vida como la tristeza se van. Esta vez es diferente, porque entre estas dos ideas que no fueron, hay una vida que si existe, que creció en ese mismo vientre. Una vida que llegó un día feriado, que salió al mundo con un brazo arriba, listo para la lucha, en ese mismo hospital al que no puede entrar porque el covid acechaba y al que miraba de cuando en cuando mientras buscando piedras. Una vida que habla, canta, grita y se niega a comer brócoli. Una vida, una promesa cumplida, una muestra fehaciente, innegable, de la alquimia de la vida.
Han pasado cuatro meses y la nieve ha quedado atrás. Con timidez, pero sin descanso, la primavera se toma lo que encuentra a su paso, incluyendo los espacios entre el pavimento llenándolos de verde. El dolor ha menguado, ya no me siento tan roto y a la vez, hay una parte de mi que sufre el dolor ajeno, ese dolor que no se dónde está pero sé que existe. El dolor de aquellas personas que buscan las mismas piedras para tirar a ese rio, para romperse. Pero lo único que nos queda, es empezar, a romper el silencio.